miércoles

JOHN DONNE (1572 – 1631)




DEVOCIONES

(versión y prólogo de Alberto Girri)

PRIMERA ENTREGA

PRÓLOGO

Aunque el núcleo principal de la obra en prosa de John Donne (1572 – 1631), constituido por 120 sermones, “todos escritos son su propia mano”, según su contemporáneo y biógrafo Izaak Walton, data de los últimos años de su vida, desde que fuera designado Dean de San Pablo (1), ya se había valido Donne en diversas oportunidades de “that other harmony of prose”, como él mismo la calificara. Así, quedan algunos textos de carácter doctrinario en torno de cuestiones religiosas, el Pseudo Martyr (1610), donde, a pesar de sus simpatías por la iglesia católica inglesa, Donne se lanza en contra de los jesuitas, el Ignatius his Conclave (1611), escrito en latín y en inglés; el Biathanatos, “ese amplio y laborioso tratado sobre el suicidio, en el que son diligentemente examinadas y juiciosamente criticadas todas las leyes violadas por ese acto” (Walton), publicado quince años después de la muerte de Donne, y las Devotions, compuestas en el invierno de 1623, durante una grave enfermedad que entonces padeció el autor. Y lo que de inmediato sorprende en estas prosas es una doble y casi completa identidad con la labor del Donne poeta. Identidad de experiencia y pensamiento, que inspira a unos y otra, y de lenguaje y recursos técnicos. Los sermones y las Devotions nos devuelven a la misma sensación, son poseídos por el mismo sentido, que emana como lo más típico de tantos poemas de este hombre, a horcajadas entre el Renacimiento y la poesía isabelina, y la Edad Media y San Agustín y la concepción de un amor y una muerte trascendentes; de un espíritu cuya tónica es lo paradojal, la voluntad de poner de acuerdo las apetencias mundanas con la fe, las convicciones religiosas con la seducción de lo temporal, lo efímero y corruptible de nuestros pasos aquí abajo con la necesidad de hacer que tales pasos nos conduzcan a ese otro, nuevo, definitivo nacimiento, que anuncia en uno de sus grandes poemas: “…will yearley celebrate thy second birth” (An Anatomy of the World); la Urbs Mundi como punto de partida para llegar a la Urbs Beata.

Formalmente, y aunque podría sostenerse, quizás, que en general a ninguna prosa le ha sido dable jamás alcanzar el grado de concentración e identidad que permite un poema, Donne continúa siendo el artista refinado y audaz de sus versos; cada línea de las Devotions, apasionada y viva, está calculada con la sabiduría y la destreza que un consumado poeta pone para graduar la sorpresa, el choque, la precisión  y el orden con que se busca y logra el efecto, emocional o intelectual, a veces majestuoso, o irónico, las más de las veces simultáneamente aleccionador y patético. Aun más, la condición de Donne, de ser por sobre todo un poeta (y muy peculiar, en quien la poesía es la resolución de conflictos internos, el medio de conciliar fuerzas discordantes), lo lleva a crear esta prosa rítmica y armónica. Algunos sermones son, en efecto, verdaderos poemas; Donne los plantea bajo el influjo de una fuerte emoción, y su estructura es la del poema. En otro sentido, cabe señalar también hasta qué punto ha obrado decisivamente el tipo de formación de Donne. En primer lugar, es una prosa que demuestra el conocimiento a fondo del latín, lengua que -como Milton, o Tomas Browne- manejaba con igual fluidez que la inglesa, y de la cual las Devotions suministran un ejemplo admirable, en la utilización de largas sentencias, en la maestría para el control y dominio de series, frecuentemente muy extensas, de cláusulas subordinadas, característica del período latino. Asimismo, su familiar manejo del Antiguo Testamento, y que no proviene meramente de la Vulgata, sino de la versión latina y del original hebreo, se refleja en la manera cómo el libro sagrado ha influido sobre algunos de sus procedimientos retóricos -por así llamarlos- más constantes. Tal, el paralelismo de los temas, tan común en las páginas Antiguo Testamento, en los textos de los salmos y de los profetas; un dispositivo o artificio expresivo que da a las Devotions especial vigor, pues todo se organiza para que la atención del lector sea, gradual e implacablemente, dirigida hacia lo que el autor desea subrayar, en este caso lo ineluctable y omnipresente de la muerte terrena, del timor mortis conturbat me, tema capital en la obra de Donne. Pero, además, se trata de una técnica de composición que responde muy bien a lo que parece exigir de cada uno de sus textos en prosa o en verso: que oscilen entre la música y la elocuencia; una música más cercana, ciertamente, del tono de poetas medievales como Guido Guinizelli o Guido Cavalcanti, que de las cadencias decorativas de los isabelinos, contemporáneos de Donne, con sus “song-books”; una elocuencia que, como lo observara Herbert Grierson, a quien se le debe la primera edición completa de los poemas de Donne, en 1912, nace del hecho de que quizás sea éste el único caso del gran poeta y orador notable, cuyas exposiciones, aunque por instantes casi fantásticas y aun caprichosas, vuelven y aplican tenazmente cada palabra a la conciencia de sus lectores (como otra vez a la de su audiencia en San Pablo) y, mediante un estilo que sugiere la presencia de alguien que habla, argumenta, discute, juega con sus pensamientos, se eleva y cae, con notas de advertencia o de esperanza, de acuerdo con los vaivenes de ese pensamiento.

ALBERTO GIRRI

Notas

1) Llamado Donne para que se presentase ante el rey Jaime I, éste le dijo: “Lo he invitado a cenar y, aunque no se siente junto a mí, trincharé para usted un plato que sé que le gusta mucho: puesto que usted ama a Londres, lo haré Dean de San Pablo.”



DEVOCIONES / I

Insultus Morbi Primus

La primera alteración, el primer gruñido de la enfermedad.


Variable, y por consiguiente desdichada, es la condición del hombre; en este minuto estaba bien, y en este minuto estoy enfermo. Me sorprende un repentino cambio, una alteración para peor, y a ninguna causa puedo atribuirlo, ni darle algún nombre. Estudiamos la salud y reflexionamos acerca de nuestras comidas, y la bebida, y el aire, y los ejercicios, y labramos y pulimos cada piedra para ese edificio; y así, nuestra salud es un largo y uniforme trabajo; pero en un minuto un cañón lo golpea todo, demuele todo; una enfermedad imprevisible para toda nuestra solicitud, insospechada por toda nuestra curiosidad, mas aun, inmerecida, si consideramos sólo el desorden, nos intima, nos apresa, nos posee, nos destruye en un instante. Oh miserable condición del hombre, que no fue impresa por Dios, quien, como es él mismo inmortal, había puesto una brasa, un destello de inmortalidad en nosotros, que pudimos haber transformado en llama, pero que apagamos por nuestro primer pecado; nos arruinamos atendiendo a falsas riquezas, y nos infatuamos atendiendo a falsos conocimientos. De modo que ahora no solamente morimos sino que morimos en el potro de tormento, morimos en el momento de la enfermedad; no solamente eso, sino que estamos atribulados de antemano, sobremanera atribulados con esos recelos y suspicacias, y aprensiones de la enfermedad, antes de que podamos llamarla enfermedad; no estamos seguros de estar enfermos; una mano toma el pulso de la otra, y nuestros ojos preguntan a nuestra orina cómo estamos. ¡Oh multiplicada calamidad!; morimos y no podemos gozar de la muerte porque morimos en este tormento de la enfermedad, estamos atormentados por la enfermedad, y no podemos aguardar hasta que el tormento llegue, sino que las previas aprensiones y presagios profetizan estos tormentos que causan la muerte antes de que ésta llegue; y nuestra disolución es concebida por esos primeros cambios, la primera señal de la enfermedad en sí misma, y nace en la muerte, que ya asoma en esos primeros cambios. ¿Es ese el honor que le toca al hombre por ser un pequeño mundo, que tiene en sí estos terremotos, súbitos temblores; estos rayos, súbitos relámpagos, estos truenos, súbitos ruidos; estos eclipses, súbitas ofuscaciones y oscurecimiento de sus sentidos; estos cometas, súbitas exhalaciones ardientes; estos ríos de sangre, súbitas aguas rojas? Él es, por tanto, un mundo solamente para sí mismo, tiene lo suficiente en sí mismo, no sólo para destruirse, y matarse, sino para vaticinar esa ejecución de sí mismo; para asistir a la enfermedad, anticipar la enfermedad, hacer la enfermedad más irremediable por tristes aprensiones, como si quisiera producir un fuego más vehemente asperjando agua sobre las brasas, de manera de envolver una ardiente fiebre en una fría melancolía, no sea que la fiebre no destruya lo bastante rápidamente sin esa contribución, ni cumpla su tarea (que es la destrucción), salvo que agreguemos una enfermedad artificial, la de nuestra propia melancolía, a nuestra natural, nuestra innatural fiebre. ¡Oh confusa descomposición, oh enigmática destemplanza, oh miserable condición del hombre!

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