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MELBA GUARIGLIA - LA POESÍA QUE HABITAMOS


Melba Guariglia nació en Montevideo. Licenciada en Trabajo Social y docente de la Facultad de Ciencias Sociales.

Estuvo radicada en México desde 1978 hasta 1986, donde participó en talleres literarios del Instituto de Bellas Artes y se dedicó al periodismo cultural. Intervino en una publicación colectiva de cuentos de la Universidad Autónoma de México: “Rounds de sombra”, y fue publicada una plaqueta de sus primeros poemas: “El sueño de siempre”. Recibió Primera Mención de Poesía en el Concurso Literario anual de Puerto Vallarta, Jalisco. A su regreso a Uruguay, en 1986, fue redactora de La Revista de La Hora Popular y de otros medios periodísticos, así como de revistas culturales: Graffiti, entre otras.

En Montevideo publicó poesía: “La casa que me habita”, “A medio andar”, “Señas del derrumbe” y “Oficio de ciegos”. Este libro obtuvo el Segundo Premio Nacional (compartido) del Ministerio de Educación y Cultura en Poesía inédita, en 1996, y Mención de Honor en poesía édita, en 1997. “Sublevación del silencio (Palabras del exilio)”, selección de sus primeros poemas en México, fue editado en ese país en el año 2000 por la Universidad Autónoma del Estado de México.

Muchos de sus poemas han sido musicalizados y editados en CD: “Regreso del fuego”, con música de Orfilio Picón (México), y “Un febrero en el sur”, “Voz, guitarra y poesía” (Francia) y “Siempre volver”, (Montevideo), con música y voz de Ruben Orlando.


Fue co-organizadora de diversos eventos culturales, entre otros, Primer Encuentro de Literatura Uruguaya de Mujeres y editora del libro “La palabra entre nosotras”, memorias de ese Encuentro. Publicó diversas investigaciones, entre ellas dos libros colectivos, editados por UNICEF: “Menores en circunstancias especialmente difíciles” y “Violencia doméstica”. Actualmente es Presidenta de la Casa de los Escritores del Uruguay y dirige Ático Ediciones.
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¿Cómo describirías el espiralamiento expresivo de la vocación poética que te habita desde hace tres décadas?

Antes que nada, y para hacerlo sencillo, no estoy segura de la vocación poética. Soy una lectora empedernida desde que aprendí a leer y mis primeros libros fueron de poesía. Mis padres me recitaban versos criollos y fragmentos de poetas españoles. Mis primeras escrituras fueron poemas, o expresiones poéticas sobre aquello que me tocaba sutilmente, desde una casa, o un gato, hasta el amor y la guerra. Y digo sutilmente, porque nunca escribí en el momento del sentimiento profundo, como una catarsis, sino que siempre sentí la necesidad de expresarlo serenamente, a pesar de la intensidad del sentir, dirigido a alguien que pudiera comprenderlo en su dimensión semántica.

Después me tocó vivir circunstancias difíciles, muchas de las cuales vivimos todos como sociedad: los años sesenta, la represión, los dolores de las ausencias, y mi expresión pasó a ser comunicación decidida. La necesidad de trasmitir a otros el ánimo, el deseo de acompañar peripecias, de traducir lo que sentíamos en común y contribuir con mis líneas a hacer menos solitario el texto y su entorno.

Después de este después, la espiral fue la violencia y el exilio marcó un vacío que solo llenó esa posibilidad de comunicación que fue más interior, más despojada y más propia. Los talleres literarios en México me ayudaron a acercarme más a mi intimidad de palabras, pero no pudieron desbordar de imágenes mis textos, ni permitir que las pasiones guiaran mis pasos hacia el otro lado, ese hermano-espejo que me esperaba.

“La casa que me habita”, un poemario mío que acaba de publicar Yaugurú en su segunda edición puesta a punto, fue el primer libro publicado en Montevideo a mi regreso, pero escrito entre México y Uruguay. Ahora a treinta años de su primera edición siento que mantiene esos rasgos dialogales.

Ahora ya estoy jugada, son más de tres décadas en las cuales habita mi escritura, el doble sería más justo señalar, en un espiralamiento continuo donde siempre está el otro, tal vez yo misma, pero por el cual escribo buscando palabra tras palabra, reflexionando sobre las que pueden conllevar múltiples significados, intentando decir lo que nos une en los grandes y también en los pequeños temas, dejando montones de papeles arrugados en la papelera, conteniendo la respiración para dar un espacio al que lee (yo) y al que escribe (el otro), en una dialéctica imposible. Una búsqueda utópica pero necesaria como estrategia de sobrevivencia.

¿Qué diferencias radicales podrías marcar entre el ambiente cultural mexicano y el nuestro?

El ambiente cultural es diferente, no solo en cuanto a la dimensión de ambos países, que da a México una riqueza cultural impresionante, histórica, regional, étnica, de tradiciones editoriales y literarias de gran valor, sino en la forma de encarar las políticas culturales. Hablo de una época en la cual los centros culturales reinaban en cualquier ciudad, las becas y las publicaciones y su difusión estaban al alcance de los escritores, especialmente de los jóvenes. Las universidades publican literatura y organizan tertulias. Ahora aquí se ha comenzado a extender la cultura al interior del país y los fondos de apoyo han crecido en buena medida, también los talleres de creación. En cambio allá, creo que han descendido, pero en mi caso, en aquel momento, pude hacer uso de esas oportunidades, aun siendo extranjera. Mi primera publicación fue por Editorial Oasis y los talleres literarios en los que participé fueron a cargo del Instituto Nacional de Bellas Artes, estatal. Aquí mis publicaciones han sido por mi cuenta y riesgo, y su difusión, así como la de los poetas en general, es casi nula.

Por lo demás, los lugares para las reuniones de los escritores en México son múltiples, por lo cual no hay competencias y rivalidades tan marcadas como aquí, lo cual hace menos posible las zancadillas entre pares.

¿Cómo vivís tu rol de gestora cultural en la casa de los Escritores del Uruguay y Ático Ediciones?

Mi rol de gestora cultural también tiene su historia, como trabajadora social, profesionalmente trabajé más de treinta años en el Inau, y siempre tuve una gestión con los niños y niñas que pasaba por ese aspecto, desde promoción de bibliotecas, talleres de lectura y escritura, narraciones orales hasta publicaciones periódicas, entre otros.

La presidencia de la Casa de los Escritores fue una sorpresa inesperada para mí, pero me hice cargo con el entusiasmo y la responsabilidad que me habían delegado. Fue una etapa de inicio institucional nada fácil, donde muchos no se animaron a continuar y pocos los que se sumaron a un emprendimiento que los sacaba de su elevado papel del escritor solitario. Sin embargo, con el apoyo de algunos pudimos levantar una casa con paredes y techo donde albergar actividades para aquellos que no siempre tienen donde cobijarse, y que hoy continúa.

En cuanto a Ático Ediciones, vivo esta tarea de editora como una asignatura que pude exonerar después de jubilarme de mi trabajo como asistente social. Era un punto pendiente en mi vida, un deseo que tenía que cumplir y lo logré, ya casi con cuarenta títulos y con un premio Morosoli a mi esfuerzo, que mucho agradezco.

Es un espacio abierto a poetas que me vincula con una actividad que me acompaña a lo largo de mi vida y que pretende también acompañar, o por lo menos, dar un lugar a quienes no les es fácil encontrarlo. 

¿Costó mucho organizar la imprescindible compilación de la poesía de Rolando Faget que acaba de editarse?

La selección de poemas en el libro-homenaje a Rolando Faget “Nadie dude el lucero”, fue una de las satisfacciones de mi actividad como editora. Héctor Rosales, el poeta que reside en Barcelona, fue el encargado de hacer la antología. El ya había editado una parte de este libro en forma virtual pero quedaba una deuda con el poeta-editor Faget: llevar al papel esta compilación y constituirla en un homenaje. Mi editorial se ofreció a publicarla, pero una pequeña editorial independiente como Ático no tiene recursos ni capital como para solventar tamaña tarea, por lo cual decidí solicitar a la Casa de los Escritores la posibilidad de hacerlo con su patrocinio. La Casa recibe, desde su constitución, el apoyo económico del Programa Fortalecimiento de las Artes de la Intendencia Municipal de Montevideo, y a través de este, su directiva accedió fraternalmente a hacerse cargo de la edición. Esta será de distribución gratuita de acuerdo con el convenio establecido.

Si bien no fue fácil contar con los tiempos y la dedicación de todos los involucrados para que la publicación saliera en toda su excelencia, el libro nació digno y entero para formar parte de lo que llamamos el rescate de los olvidados. Ahora nos cabe a todos los que estimamos y valoramos al “vate barbado”, al decir de Rosales, darlo a conocer y difundirlo en las bibliotecas. Rolando Faget lo merece. 

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