domingo

DANIEL MELLA “NO QUERÍA SER MÁS ESCRITOR: ERA UN ALIVIO NO SERLO”


por Valeria Tentoni

Daniel Mella publicó su primera novela, Pogo, con tan sólo 21 años. El reconocimiento no tardó en alcanzarlo, pero para cuando llegó a su tercer título en librerías ya estaba harto. Tardó más de una década en sacar Lava ―con el que obtuvo el premio Bartolomé Hidalgo― y recién después se decidió por intentar la autoficción con El hermano mayor, que acaba de publicar Eterna Cadencia editora para el público argentino.
La novela narra la muerte de su joven hermano, un salvavidas al que alcanza un rayo en la casilla costera en la que dormía, en medio del sueño. "Tenía fe en esa casilla. Dejó el cuerpo en un lugar donde tenía fe", dice el narrador a poco de comenzar. También dice que "los que se mueren antes de tiempo siempre son los más felices de todos". Pero en estas páginas, además, hay una trama paralela: la que tiene en su nudo al escritor y su tironeo privadísimo con la voluntad y el permiso de contar la historia.
Hubo en tu obra un primer tirón grande de libros -Pogo, Derretimiento y Noviembre-, y luego una pausa. ¿Qué ocurrió en esa pausa?
En esa pausa me fui a vivir a Nueva York casi tres años con la intención de perderme, de olvidarme de mi futuro, de desestructurarme. Luego volví. Empecé a interesarme nuevamente por Dios, por el espíritu. Me enamoré y tuve dos hijas. Conocí algunas plantas de poder: la ayahuasca, el sanpedro, el peyote. Viví en un intento de comunidad. En esos diez años no quise escribir. No quería ser más escritor. Era un alivio no serlo. Haberlo sido era muy extraño, un sueño lejano. Haber pertenecido a esa calaña de gente que se rompen el corazón ellos solitos. Viviendo en sus cabezas. Con esas locas ambiciones demoníacas de dejar huella, de crear una obra que los reemplace en el tejido del tiempo. Siempre insatisfechos. Siempre pensando en el próximo libro. Toda la estima de uno puesta ahí. Creyendo que la literatura es la vida. Viviendo como si la vida valiera solamente para ser puesta luego en palabras. Generalizo, pero hablo de mí mismo. En esa clase de escritor me había convertido. Leía, pero ya no tanto. Mi biblioteca se redujo. Quería desaprender todo. Dejé de estar al tanto de las novedades. Me perdí el auge de Bolaño y el de Vila-Matas. Leí, sin embargo, por primera vez, a Shakespeare y a Anne Carson y a todo un cosmos de místicos. Cuando leí a Shakespeare sentí que volvía a encenderse aquel viejo fuego. Lo apagué en seguida. Me sentía mejor sin esa ansiedad. Esa ansiedad no era lo mío, o la escritura no era lo mío. No me dejaba de sorprender que pudiera sentirme bien sin escribir cuando antes, si no escribía una buena página, se me arruinaba el día. 
¿Cómo saliste de esa pausa como escritor?
Comencé Lava bajo el influjo de Carson, hacia el final de la relación con la madre de mis nenas. Me sumergí en ese libro. Volvía a empezar y no me acordaba de nada. Primero fue una novela de 150 páginas. Una novela horrible, blanda, de la que sobrevivieron 25 páginas que luego se convertirían en La esperanza de ver y Bocanada. Ya había recibido un impulso antes, cuando Martín Fernández, de la editorial HUM, se había largado hasta mi casa con el propósito de contratar las reediciones de Pogo y de Derretimiento. Diez años después de su publicación original, iban a volver a salir a la calle. Martín me dio plata, me regaló una computadora. Se nos complicaba para llegar a fin de mes durante esa época y fue un aire fresco y fue cuando empecé a preguntarme si no valdría la pena ponerse a reflexionar. Al poco tiempo apareció Gabriel Sosa, de la editorial Irrupciones,y él reeditó Noviembre, también diez años después de su primera edición, y él también me dio plata y me regaló una computadora para reemplazar la anterior, que ya se me había roto. Era como si el pibe que había sido viniera a darme una mano a través del tiempo.
¿Cómo fue con Pogo? ¿Cómo fue terminar de escribir un libro por primera vez?
Fue extraño porque no me lo había propuesto. Yo tenía diecinueve y estaba mal. Estudiando comunicación en una universidad privada, sintiendo que ya no me interesaba el periodismo y que me estafaban. Venía de una adolescencia muy deportista, surf y básquetbol. El año anterior había jugado un sudamericano con la selección en Bolivia. Terminamos cuartos atrás de Brasil, Venezuela y Argentina. Al año siguiente, el año que dejé el basquetbol y terminé escribiendo Pogo, mi club cambió de entrenador y el tipo me sentó en el banco. El club no quería darme el pase a otro cuadro. Tenía que esperar un año sin jugar para volverme independiente. Me deprimí. Un día me compré un cuaderno y empecé a escribir. Cuatro días después había llenado el cuaderno. No tenía nada claro, pero al menos se me habían pasado las ganas de morirme. Lo pasé a computadora y se lo di a Christian Kupchik, mi profesor de redacción. A él le pareció notable. Lo llevó a un editorial muy pequeña, poco después firmábamos contrato. Dejé la universidad. Ya no quería ser periodista. Quería escribir libros.
¿Cuándo se disparó en vos la escritura? ¿Recordás alguna escena fundante?
Recuerdo el cuaderno verde que me regalaron mis padres a los seis años para que llevara un diario personal, en parte por recomendación de la iglesia mormona. Es la primera imagen en la que me recuerdo escribiendo con placer y pensando en la posteridad. La idea era que, como santos de los últimos días, dejáramos un registro de nuestra vida, de nuestras tribulaciones, para las generaciones venideras.
¿En tu casa había biblioteca?
Había, sí. Mi padre conservaba algunos libros que había leído en su infancia: Robin Hood, Guillermo Tell, Sandokan. Tom Sawyer fue el primer libro que me hizo perder la noción del tiempo, a los siete u ocho, en la cochera de casa. Cuando empecé era de día, cuando terminé todo estaba oscuro. Mi padre es profesor de educación física, mi madre de artes plásticas. Desde que puedo recordar, me regalaban libros para mis cumpleaños, las fiestas, el día del niño. Les gustaba que fuera lector, me lo estimulaban. Luego estaban, por supuesto, las escrituras sagradas. El libro de Mormón, La biblia, Doctrinas y Convenios, los himnarios de la iglesia. Me fascinaba ver a los misioneros yendo por la calle portando los libros en la mano. Siempre me gustó eso de llevar un libro en la mano. Hasta el día de hoy lo hago. Del libro de Mormón me inflamaba la imaginación el hecho de que fuera un libro inspirado por Dios, y por el que su autor, José Smith, hubiera terminado perdiendo la vida. Esa fue mi pimera noción de que había libros peligrosos.
¿Cuáles fueron los primeros libros que te conmocionaron, los que te propulsaron a escribir?
De adolescente, cuando escribía poemas: Rimas y Leyendas de Bécquer, Poeta en Nueva York de García Lorca, Hojas de hierba de Whitman. Después, a los 19: Menos que cero de Easton Ellis, El pájaro pintado de Jerzy Kosinski, Luna halcón de Sam Shepard, Héroes de Ray Loriga, El pozo de Onetti.
Sobre tu libro de cuentos Lava, en entrevistas, decís que la percepción de los lectores es más oscura que la tuya al escribirlos, que los lectores encuentran más oscuridad ahí que la que vos invertiste voluntariamente.
La mirada del lector es un misterio para mí. En consideración al lector solo puedo intentar que se entienda lo que estoy diciendo, frase por frase. Hubo un tiempo en que me preocupó la supuesta negrura de mis textos. Supuestamente, mis libros eran crueles. Se los llevé a mi sicoanalista. El tipo no me dijo nada. Yo creía que la negrura de mi escritura tenía que ver con un estado depresivo, con un temperamento morboso. Me preguntaba si podía zafar de eso. Si la escritura, que me salía bien, no iba a terminar sumiéndome aun más hondo en todo aquello, que empezaba a ver como una enfermedad. Me preguntaba si no era posible usar la escritura para curarme de lo que sea que tenía. Nunca encontré la respuesta. No creo que la escritura llegue a curar nada. A lo sumo puede llegar a iluminar ciertas zonas. Pero iluminar pareciera ser solamente un comienzo. Con la escritura de Lava tuve que reconciliarme con todo eso. La literatura, como la vida, parece necesitar conflicto, tristeza, violencia, y mi ojo está entrenado para percibirlas. En vez de atormentarme por eso, puedo empezar a sentirme agradecido.
¿Cómo ha sido la recepción de El hermano mayor?
Pocos días atrás, una alumna de taller me dijo que quería regalarle un libro mío a su madre para el cumpleaños. Tiemblo cuando me piden que les recomiende algún libro mío. Me da la impresión de que todos pueden terminar asustándolos. Parece que la madre de ella había leído El hermano mayor y le había encantado. Y es algo que viene sucediendo. Yo creía que El hermano mayor iba a ser demasiado triste, y la gente percibió otra cosa. Percibió, incluso, algo esperanzador, algo positivo. Es la última prueba de que hay que soltar toda expectativa sobre los efectos que pueda tener lo que uno escribe. El lector ideal que tengo en mente estos últimos tiempos es ese: una señora con mucha vida a sus espaldas. A esas señoras no hay nada que las espante. Ya han visto todo, lo han sufrido todo.
El tema de la muerte reaparece en tus textos, en una entrevista de El País la llaman más bien una "fascinación" tuya. ¿Irías tan lejos?
Mi conciencia dio un vuelco cuando se murió mi abuelo Washington y yo era todavía chico. Supongo que ahí se encuentra el origen de mi fascinación con ella: la muerte como dadora de conciencia. A partir de ese momento la he visto en todas partes. ¿Cómo no iba a convocarme si mires donde mires, donde haya vida, está ella? A veces la siento como una novia, otras como un cazador. Algunas de sus caras -la muerte de un amor, la muerte de una creencia, la de un ser querido- me han aterrado, otras me han entristecido y encolerizado. Otras me han hecho reír o postrarme a sus pies de pura admiración.
¿Cómo tomaste la decisión de escribir El hermano mayor?
La decisión se tomó sola durante esos primeros días luego de que mi hermano Sebastián se murió. Yo veía la fuerza con que bullían mis sentimientos, y al mismo tiempo veía cómo iba cobrando forma una historia. Hay ocasiones en la vigilia que son como esos sueños en los que sabés, mientras los soñás, que nunca te los vas a olvidar, que de tanto en los vas a revisitar. Así fue con la muerte de Seba. Luego fue cuestión de paciencia, de darme el permiso de hablar no solo de él sino de mí también, de darme el permiso, como hermano suyo, de competir con él por el protagonismo en ese libro.
¿Cuáles fueron los libros que leíste en mismo tren que te decidieron a hacerlo?
No me inspiré en otros libros del estilo mientras escribía El hermano mayor. Sin embargo, más tarde me di cuenta de que había dos textos que habían tenido una influencia subterránea. Uno era A Heartbreaking Work of Staggering Genius, de Dave Eggers, que había leído en Nueva York. Es el recuento que hace Eggers de cómo tuvo que encargarse de su hermano menor luego de que sus padres murieran de cáncer con pocos meses de diferencia. Es un libro muy hermoso y sorprendente. El tipo cuenta todo ese periplo, que podría haber sido deprimente, con una ternura, pero más que nada con una ironía y un sentido del humor tan desbordantes, tan desesperados en un punto, que todo se potencia a un nivel que yo nunca hubiera creído posible. Después está La historia de tu vida, el cuento de Ted Chiang, que hace un tratamiento del tiempo que se me debió de haber metido en las venas. Es un cuento cuya lectura suelo proponer en mis talleres, y fue un alumno de taller el que me hizo dar cuenta, pocos meses después de que el libro se hubiese publicado, de que había algo de La historia de tu vida en El hermano mayor.
¿Cómo trabajaste la materia prima, con qué distancia?
La distancia me la dio el famoso lésprit de l'escalier, o el ingenio de la escalera. Así le llaman los franceses a cuando tenés una discusión con alguien, te vas del apartamento y bajando las escaleras se te ocurre la réplica perfecta que no se te ocurrió mientras discutías y pensás: la concha de la lora, tendría que haberle dicho esto, si tan solo pudiese volver en el tiempo y decírselo. La madre del narrador en el libro dice lo mismo que dijo mi madre la mañana de la muerte de mi hermano: “¿Por qué tenía que haberse muerto Seba, con lo que gustaba la vida, mientras que hay otros que se pasan quejando de todo?” Yo estaba sentado con ella en ese momento y no dije nada. Meses después, se me ocurrió que podía haberle respondido: “Tendría que haber sido yo el que se muriera.” Ahí, a partir de lo no dicho, de lo que podría haber ocurrido pero no ocurrió, se me abrió la narración. Se volatilizó la diferencia entre realidad y ficción y quedé libre.
¿Quién fue la primera persona que la leyó y qué te dijo?
Martín Fernández, de HUM. Dijo que se había sentido un voyeur. Que la foto de tapa tenía que ser la de una familia en bolas. Eso me dio un poco de miedo. Estuve un rato pensando si no debía mostrarles el libro a mis familiares antes de que se publicara, pero no lo hice. Ya no les muestro mis textos a nadie. Van derecho a la editorial.
¿Dirías que este es un libro de amor?
Desde un punto de vista, sí. Detrás de todo gran dolor hay un gran amor. De algún modo, la muerte viene a poner al amor en jaque.
Este es tu libro más autobiográfico: ¿Cómo te sentiste al publicarlo?
Me sentí ansioso, inseguro. En ese sentido, me tranquilizó la lectura de mi círculo más cercano, que lo abrazó con cariño.
¿Y vas a seguir en este camino?
No sé qué voy a escribir ahora. Después de cada libro continúo un poco prendido de la inercia del anterior, luego eso me abandona por completo y paso un rato en la nada, leyendo, viviendo. A veces me vienen ganas de hacer algo totalmente opuesto a lo último que hice, pero esas son cuestiones mentales. No puedo planear para dónde voy a ir. La actitud es la de estar lo más abierto y atento posible, y cuando la cosa llegue, vemos.

(Eterna Cadencia / 17-7-2017)

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+